Cada septiembre, las plazas se llenan de luces y gritos que celebran que un cura, Miguel Hidalgo, supuestamente dijo “¡Viva la independencia de México!” y con eso nació un país. Hermoso… pero no tan cierto.
Hidalgo no gritó por la independencia de México. Lo que en realidad dijo fue algo como “¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!”. En otras palabras, su movimiento buscaba quitar del poder a los franceses que habían impuesto a José Bonaparte en el trono de España y restaurar al rey legítimo.
La independencia no fue un día de fiesta sino una guerra de once años, con derrotas dolorosas, traiciones y cabezas colgadas como advertencia para cualquiera que quisiera seguir el ejemplo.
Si quisiéramos resumirlo rápido:
La historia suena sencilla cuando la contamos así, pero en realidad fue un proceso caótico, lleno de negociaciones, ambiciones políticas y giros inesperados.
Porque es más fácil. Recordar la independencia como una gran gesta heroica con un inicio claro (el Grito de Dolores) y un final feliz (la consumación en 1821) es mucho más digerible que aceptar que fueron once años de guerra civil, con bandos cambiantes y objetivos en evolución.
Además, como diría Maurice Halbwachs, las sociedades construyen su memoria colectiva de forma selectiva. No es tanto un archivo exacto del pasado, sino una historia que nos ayuda a sentirnos parte de algo.
Por eso, cada 15 de septiembre repetimos el grito —aunque no sea el original— y sentimos que compartimos algo en común con millones de personas: la historia se convierte en ritual.
La frase es de George Santayana y suena perfecta para justificar que debemos aprender historia porque tiene un valor utilitario basado en el propio aprendizaje de la misma. Pero no todos están de acuerdo, por ejemplo:
Así que no, conocer la historia no garantiza que no repitamos errores. Si fuera así, ya no habría guerras, ni crisis económicas.
A pesar de las críticas, la historia —incluso la simplificada— sigue teniendo valor. Benedict Anderson hablaba de las naciones como “comunidades imaginadas”: millones de personas que nunca se verán entre sí pero que comparten símbolos, fechas y relatos que los unen.
Cuando gritamos “¡Viva México!” cada septiembre, no importa si pensamos en Hidalgo, en Morelos o en el pozole. Lo que importa es que sentimos que pertenecemos a algo más grande que nosotros.
La historia, con sus mitos y sus adornos, es un pegamento cultural. Nos ayuda a darle sentido al caos, a reconocernos como parte de una misma narrativa y a tener pretexto para hacer fiesta nacional.
La independencia de México no fue un acto de una sola noche con un final de cuento (incluso hoy, muchos dudan de la soberanía del país). Fue un proceso largo, complejo y lleno de contradicciones. Y aun así, está bien que la recordemos con campanas, fuegos artificiales y gritos en el zócalo.
Porque la historia no únicamente sirve para evitar errores (si es que lo logra), sino para construir identidad. Si algo hacemos bien los mexicanos es convertir el pasado —caótico, sangriento, doloroso— en motivo de orgullo y celebración.
Así que, mientras discutimos si Hidalgo realmente quería la independencia o no, ¡VIVA MÉXICO!
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