El Buen Fin es uno de esos fenómenos que, desde afuera, se ve como algo obvio: cuatro días de ofertas, tiendas llenas, tarjetas a tope, pantallas gigantes con letreros rojos, y filas que empiezan en la noche y terminan al amanecer. No obstante, si nos acercamos un poco más, descubrimos algo: el Buen Fin no es un evento comercial, es una radiografía del país. Una radiografía que se toma una vez al año y que ayuda a ver algo que no aparece en ningún boletín del INEGI, ni en la televisión, ni en la publicidad: cómo se relaciona México con la idea de futuro.
Mientras en Estados Unidos ya existía el Black Friday con décadas de historia, en México había una pregunta sin resolver: ¿cómo activar el consumo interno sin esperar a diciembre? La respuesta, que hoy parece obvia, fue unir esfuerzos. De esta manera, el gobierno federal, las cámaras empresariales y los bancos forjaron una triada. No era “vamos a imitar Black Friday”. No, era: “vamos a crear un ritual nacional que reactive la economía”. El primer Buen Fin se realizó del 18 al 21 de noviembre de 2011.
Sí. Tanto, que, en pocos años, se convirtió en el fin de semana comercial más grande del país. Más grande que Navidad, más grande que el Día de las Madres, más grande que cualquier quincena acumulada. En 2019, antes de la pandemia, ya había cifras que superaban el volumen de diciembre en transacciones con tarjeta de crédito. Sin embargo, esto no es lo más interesante, sino lo que realmente pasa detrás.
Hay una idea muy instalada: “en el Buen Fin la gente compra más”. Y, bueno, sí es parcialmente cierta, pero está incompleta. La gente no compra más; la gente compra diferente. De hecho, la economía del comportamiento tiene un término para esto: “anclaje temporal del consumo”, que en inglés se llama timing anchor effect. Es simple: Muchas personas saben desde septiembre, o antes, que van a necesitar algo:
No obstante, no lo compran entonces; esperan. Y justamente el Buen Fin funciona como un disparador psicológico que legitima esa espera: “No lo compro hoy, porque en noviembre va a estar más barato”. Y, efectivamente, miles de personas postergan compras semanas enteras. Por tal razón, el Buen Fin es concentrado, no “excesivo”. Mucho de lo que se compra ya estaba decidido antes. Sólo se activó.
Lo que más se vende (y lo que nos revela)
Hay otro mito social: que el Buen Fin es para comprar pantallas. Sí, pantallas se venden, pero la lista real, históricamente, durante años, es:
Es decir, no son lujos, es vida cotidiana. La gente no está buscando necesariamente “cosas grandes”, más bien está tratando de “mejorar su día a día”. En este sentido, el Buen Fin no es consumismo vacío; es acceso. Esto quiere decir que el verdadero motor no son los descuentos. Se habla mucho de “descuentos del 50 %” y “2×1”, pero lo que mueve al Buen Fin es el crédito, no el precio. Entre 40% y 60% de las transacciones, dependiendo del año, se hacen con tarjeta de crédito.
En otras palabras: el Buen Fin es también una gigantesca campaña macroeconómica de financiamiento. SPEI, CoDi, tarjetas de débito han aumentado, sí, pero el crédito sigue siendo el gran protagonista. Y eso nos habla de algo más profundo: el consumidor mexicano no siempre puede pagar de contado lo que necesita para mejorar su nivel de vida. Así que el Buen Fin se convierte en un espacio simbólico en el que el acceso financiero se vuelve temporalmente más asible.
Hay estudios en neuromarketing que explican por qué este tipo de eventos funcionan. En estas fechas ocurren tres efectos:
Esto explica por qué el Buen Fin no compite con días normales, más bien compite con la idea de “no perderme una oportunidad”.
Hay algo poderosísimo en esto. Durante cuatro días, el país entero sincroniza una acción colectiva: comprar, aunque no cualquier cosa. Comprar lo que necesita para cerrar un año o prepararse para el que viene. En otras palabras, en muchos hogares el Buen Fin no se vive como “lujo”, se vive como “hoy por fin vamos a poder comprar esa lavadora”, “hoy por fin vamos a cambiar esa silla donde trabajo diario” u “hoy por fin voy a poder actualizar mi computadora”. Cuando eso sucede, hablamos entonces de posibilidad, no de consumismo.
En promedio, en función del año, las ventas del Buen Fin equivalen a 25 días de ventas ordinarias condensadas en 4 días. Esto explica por qué genera tanta conversación, tanto contenido, tanta presión social. No es un fin de semana cualquiera, es una especie de “aceleración temporal”. ¿Y qué dice esto de México? Que no se compra por acumular, se compra por mejorar, o, si nos ponemos románticos, que la esperanza también se financia.
La planeación de consumo cotidiana en México está amarrada al calendario de eventos donde el crédito se vuelve culturalmente aceptable; por lo tanto, el Buen Fin es, en síntesis, un espejo, el cual muestra:
Además, muestra que el consumo no es únicamente material, es emocional y que, al final, muchas personas no compran “descuento”, compran tranquilidad. Quizá por eso el Buen Fin conecta tanto con la gente, no porque “vendan barato”, si no porque amplifica la sensación de que mejorar sí es posible, de que hay momentos donde el acceso se abre un poquito más. Y es interesante cómo este efecto no sólo aplica para objetos físicos; también pasa con decisiones invisibles, como aprender algo nuevo, estudiar, actualizarse o conseguir un mejor empleo.
En casos como los mencionados, “comprar futuro” ya no es una pantalla ni una lavadora: es formación. Y cuando universidades aprovechan estas fechas para facilitar el acceso, por ejemplo, con descuentos especiales para estudiar en línea, lo que está pasando no es una “oferta”; es la misma lógica cultural del Buen Fin, pero llevada al terreno del desarrollo personal: aprovechar un momento del año en el que mejorar se vuelve un poco más alcanzable.
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