Sentarse en un café con un libro en la mano siempre tuvo algo romántico, incluso tú, en tu momento más aesthetic lo hiciste. Sin embargo, en los últimos años este acto ha adquirido otro significado: ahora se trata de ser visto leyendo o cuando menos figiendo leer. Ahí nace el concepto de performative reading, que describe el acto de usar un libro como un símbolo para proyectar una imagen intelectual, sofisticada o atractiva frente a los demás.
Lo curioso es que esta práctica no se limita a los lectores en general, sino que se ha entrelazado con un estereotipo particular: el performative male. Esta etiqueta se usa para describir a un hombre que adopta un estilo cuidadosamente curado: matcha en mano, tote bag con un libro de corte progre, look “soft boy”— no por convicción profunda, sino como estrategia de validación social o de atracción romántica. En ambos casos, los libros funcionan como símbolos, accesorios, casi como si fueran parte de un outfit de temporada.
Para entender este fenómeno, viene bien recordar a Erving Goffman. En La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959), Goffman planteaba que la vida social es como una obra de teatro. Cada interacción es un escenario en el que actuamos para una audiencia, cuidando cada gesto, palabra y accesorio para generar una impresión específica.
En ese marco, sostener un libro en el metro o posar con él en Instagram es un ejemplo perfecto de lo que Goffman llamaría front stage: un papel representado ante los demás. El backstage, en cambio, es el espacio íntimo en el que podemos dejar de actuar, donde quizá ese mismo libro nunca se abre.
Lo interesante es que hoy, en el cotexto de los “megusta”, las funas y las tendencias, la frontera entre escenario y bastidores se ha vuelto borrosa. Hoy, incluso nuestros espacios privados parecen diseñados para estar listos ante una cámara: las estanterías falsas en Zoom, las stories en Instagram, la foto casual en la cafetería o nuestros libreros llenos de libros que nunca hemos leído. Todo es front stage.
Ahora bien, si Goffman nos muestra la lógica teatral, Boris Groys (2016) nos ayuda a comprender por qué esta teatralidad se ha intensificado. Él sostiene que en la cultura contemporánea lo decisivo no es tanto lo que somos, sino cómo aparecemos. En otras palabras: existir públicamente significa ser visible.
Si antes la pregunta era “¿qué quiero leer para entretenerme o aprender?”, hoy la cuestión parece ser “¿qué libro debo mostrar para que me vean como quiero ser visto o cómo esperan verme los demás?”. La lectura, en este sentido, deja de ser un acto íntimo de transformación para convertirse en un gesto público de autoexposición. Lo que cuenta no es la experiencia interior del lector, sino la fotografía del libro sostenido en la mano correcta, en el lugar correcto, bajo la luz adecuada.
Lo performativo se convierte así en estrategia de supervivencia simbólica: quien no aparece, quien no se muestra, corre el riesgo de desaparecer del radar social.
Más allá de lo sui géneris de este tipo de conductas o del cringe que nos pueden causar, podemos colocar sobre el fenómeno la mirada crítica de Pierre Bourdieu. El sociólogo francés hablaba de capital cultural: ese conjunto de conocimientos, disposiciones y competencias que otorgan prestigio y distinción dentro de la sociedad. No basta con aparentar tenerlo: es un capital que se acumula a lo largo de la vida y que está profundamente vinculado con la educación, la clase social y el habitus.
El llamado habitus, a su vez, son esas disposiciones interiorizadas que guían nuestro gusto, nuestras prácticas y percepciones. Fingir leer un libro de Simone de Beauvoir no transforma el habitus de alguien que nunca ha socializado en un entorno feminista o académico. En ese sentido, lo performativo puede impresionar superficialmente, pero difícilmente altera las estructuras profundas de quiénes somos y cómo nos movemos en el mundo.
La crítica de Bourdieu es clara: podemos usar los libros como accesorios, pero eso no cambia nuestro lugar en el campo social. La performance cultural tiene límites, porque lo simbólico no sustituye lo estructural. La realidad material importa.
Si todo esto suena demasiado abstracto, basta con mirar a la cultura pop. Jacob Elordi, uno de los actores más fotografiados en los últimos años, aparece en muchas de sus imágenes públicas con un libro en la mano. No sabemos si los lee en silencio o si apenas los hojea, (en entrevistas ha dicho que lo hace e incluso ha hecho recomendaciones literarias) pero en el imaginario colectivo ya quedó fijada una idea: Elordi no sólo tiene un rostros que parece tallado por los mismos ángeles, también es culto.
Lo mismo ocurre en campañas de moda como las de Gucci, donde los modelos posan con libros como parte del outfit, porque no basta con vestir ropa cara, hay que proyectar cultura, sensibilidad y un aire intelectual. Y en redes sociales, los ejemplos se multiplican: estanterías falsas para videollamadas, retos de “30 libros en un mes” que priorizan la cantidad sobre el goce estético, y perfiles de Tinder donde posar con un libro estratégico vale más que la descripción personal.
Todo esto muestra cómo la lectura ha pasado de ser una experiencia íntima a convertirse en un accesorio performativo, un recurso más en la construcción de una identidad pública.
¿Es necesariamente malo performar cultura? La respuesta no es simple. Por un lado, mostrar libros puede despertar curiosidad, poner autores en circulación y generar diálogos que de otra forma no existirían. Pero, por otro, reduce la lectura a un gesto vacío, desgastando su potencia transformadora.
La tensión está en la autenticidad. Como diría Berkeley, ser es ser percibido, pero cuando la percepción sustituye a la experiencia, corremos el riesgo de quedarnos atrapados en una ilusión del yo. Es el espejo de Instagram: editamos, filtramos y proyectamos lo que queremos que los demás vean, aunque no siempre coincida con lo que realmente somos. Los libros se vuelven espejos sociales: nos reflejan no por lo que contienen, sino por lo que otros creen que dicen de nosotros.
El fenómeno, además, conecta con algo más amplio: el outfit performativo. Así como alguien puede vestirse “old money” para parecer acaudalado sin serlo, o usar un estilo indie para proyectar un estilo alternativo, los libros se integran en esa lógica de accesorizar la identidad. El performative male es la cristalización de esto: un look diseñado para parecer progresista y culto, aunque detrás haya poco compromiso real. Wired headphones, tote bags de MUBI, Clairo en la playlist y un ejemplar de Dahlia de la Cerda en la mano: todo listo para dar la impresión de que se es alguien sensible y woke.
La paradoja es evidente: en lugar de liberarnos de las presiones tradicionales de la masculinidad promovida por la manosfera, se crea un nuevo estándar, otro molde que también puede ser opresivo.
No hay una conclusión clara, sin embargo, el espacio se ha terminado, quizá, por el momento, podemos ser condescendientes y decir que en esta tendencia no todo es impostura estéril. La performance puede, en algunos casos, ser una puerta de entrada. Fingir leer a Susan Neiman puede llevar, eventualmente, a leerla de verdad. Adoptar un look sensible puede abrir conversaciones que transformen poco a poco el habitus. La clave está en no confundir el gesto con el fin. La performance no debe sustituir la experiencia sino, en el mejor de los casos, conducir hacia ella.
Sergio Suárez
Redactor en EXPOSTEntusiasta de los libros, las películas, la música y la semiótica. Consumidor compulsivo de Internet, la tecnología, los videojuegos y los memes. Metalero true pero ya no puede hacer headbanging. Desarrollaba contenido antes de que eso fuera cool.
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