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El problema es que la mayoría de las personas no deja instrucciones sobre qué hacer con esos datos (eso es hasta cierto punto normal; al ser humano le cuesta concebirse finito). En muchos casos, las cuentas se quedan activas de manera indefinida, se convierten en memoriales o hasta son vulneradas. Esta falta de planeación puede ocasionar conflictos familiares, pérdida de información valiosa o, peor aún, riesgos de suplantación de identidad.
Como señala la Sociedad de Internet (2023), los datos personales se han convertido en una extensión de la personalidad jurídica y, por lo tanto, merecen una protección post mortem. En otras palabras, nuestros derechos digitales no deberían morir con nosotros.
Históricamente, el derecho de sucesiones regula la transmisión de bienes y derechos después de la muerte. No obstante, el avance tecnológico ha introducido una nueva categoría: los bienes digitales.
Diversos autores (García Zaballos, 2024; López Portillo, 2022) sostienen que estos bienes deben considerarse parte del patrimonio sucesorio, ya que poseen valor económico, emocional y simbólico. Esto incluye desde una colección de fotografías en la nube hasta una cartera de criptomonedas o una página web con miles de seguidores.
La doctrina moderna ha incorporado el concepto de testamento digital como un instrumento jurídico para disponer de esos activos. Desde una perspectiva de derecho a la autodeterminación informativa, el testamento digital posibilita ejercer la voluntad sobre los datos incluso después de la muerte, reforzando el principio de dignidad humana.
De acuerdo con el jurista español José Luis Piñar Mañas, el derecho post mortem sobre los datos personales asegura la continuidad de la voluntad y protege la identidad digital del olvido o de la manipulación.
México se encuentra en una etapa de transición en materia de herencia digital. A nivel federal no existe aún una ley general sobre testamentos digitales, pero algunas entidades federativas, como la Ciudad de México, han avanzado en su regulación.
En 2023, la CDMX reformó su Código Civil para incluir el concepto de “bienes digitales” dentro del patrimonio hereditario. Esto quiere decir que una persona puede designar un albacea digital (una figura equivalente a un administrador), encargado de ejecutar sus instrucciones sobre cuentas, archivos o activos en línea.
Asimismo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido que el derecho a la protección de datos personales subsiste después de la muerte, lo que sienta un precedente importante: la información digital puede ser objeto de tutela jurídica aún post mortem.
Sin embargo, la aplicación práctica sigue siendo limitada. Las plataformas digitales, desde Meta hasta Google, operan bajo políticas internas: algunas admiten designar contactos de legado, otras exigen órdenes judiciales para liberar o eliminar información.
Un testamento digital es un documento en el que una persona establece qué debe ocurrir con sus datos, cuentas o archivos digitales al morir. Puede integrarse en un testamento tradicional o elaborarse por separado ante notario público.
Los elementos básicos que lo componen son:
Además de una formalidad legal, el testamento digital es una herramienta de responsabilidad personal: evita conflictos familiares, protege la privacidad y asegura que nuestra huella digital se preserve o elimine conforme a nuestra voluntad.
Debemos tener en cuenta que detrás del debate legal hay una dimensión humana. La muerte digital plantea cuestiones patrimoniales y éticas. ¿Debe una familia tener acceso a los mensajes privados de un ser querido fallecido? ¿Es correcto mantener su cuenta activa como memorial sin su consentimiento previo?
El filósofo Byung-Chul Han advierte que “la muerte ha perdido su silencio” en esta era de hiperconectividad. Todo permanece visible, compartido y replicado. El testamento digital, entonces, organiza bienes y, además, restaura el derecho a decidir sobre nuestro silencio y nuestra memoria.
El testamento digital es visto por muchos como una extravagancia legal, no obstante, debe concebirse como una extensión natural de nuestra autonomía. Así como planeamos un seguro de vida o un testamento tradicional, deberíamos planificar el destino de nuestros datos.
El reto está en la cultura, ya que hablar de muerte digital sigue siendo un tabú. Sin embargo, asumirla es parte de una ciudadanía digital responsable. Y es que, como ciudadanos del siglo XXI, no sólo habitamos el mundo físico, también habitamos la red. Y si tenemos derecho a decidir sobre nuestras propiedades, también deberíamos tenerlo sobre nuestras memorias.

 
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